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OPINIÓN
11 de abril de 2018
El monólogo de una aventurera que suma a sus ingresos lo que alguien le paga como espía, se convirtió en una novela seria.
La información nos llegó antes de que la Argentina pasara unos días en el lupanar de las denuncias sobre pedofilia. Un gran diario le dio su más importante titular en tapa: la Semana Santa fue una fiesta con récord de turistas y de ventas, como nunca se había visto antes. Otro gran matutino, usando la discreción, que no es un rasgo menor en el periodismo, también puso la noticia en tapa, pero en el ángulo inferior y con una medida más modesta. Igualmente, usó la palabra “récord”.
Tres días después, el monólogo de una aventurera que suma a sus ingresos lo que alguien le paga como espía, se convirtió en una novela seria. Ni Coppola, tan acostumbrado a aguas profundas, pudo soportar el río de inmundicias y acusaciones sin pruebas que inundó el programa más antiguo de la televisión argentina. Relatos podridos de actos podridos (para citar a Bukowski). Televisión lasciva.
La política es liviana y los vientos que soplan en la esfera mediática y las redes no ofrecen al público condiciones razonables para que los problemas y sus eventuales soluciones se vuelvan más interesantes que la última aparición de una mujer que enmudeció a la histórica anfitriona de las mesas donde se come y se conversa. Esa aventurera, que se siente muy protegida, hizo palidecer a la mayor celebridad mediática local, en cuyo programa vociferó su mensaje indecente con una velocidad de anfetamina.
Pero no olvidemos esos millones de turistas de Semana Santa, porque nos dan pretexto suficiente para encender las bengalas de un festejo. Mientras tanto, las encuestas indican que quienes responden a ellas hoy confían más en los denostados sindicalistas que en los jueces. Con la bancarrota del sistema judicial federal (el de las grandes causas de Comodoro Py), los tres poderes de la institucionalidad han perdido una pata del trípode republicano.
Todos los días, un motivo de indignación: Cristóbal López, los canjes de pasajes de los diputados y senadores, los abusos sexuales que tuvieron (o tienen) como sede clubes históricos. Nadie debe extrañarse si el icónico taxista, el pequeño comerciante o el vecino jubilado dicen: “No le creo a nadie”. La democracia no es solo un pacto institucional. Es un pacto de confianza. En la Argentina se rompieron ambos pactos. “Que se vayan todos” acecha, aunque no toque hoy al gobierno de Macri. Toca, en cambio, la indispensable buena fe que se establece como base de las relaciones sociales, cuando no se quiere ni la guerra, ni el engaño, ni la mentira, ni la prostituida irresponsabilidad.
Elisa Carrió, la más teatral denunciante, dice: “Al ministro X lo considero un poste político” y revela que le mintieron sus colegas de Cambiemos, Ernesto Sanz y Gil Lavedra. La desmantelada UCR sigue imaginando, con inigualable tenacidad, un destino electoral en los puestos premium de la boleta para las elecciones del 2019. No hay signos de que lo logre. Pero piensa, con cierta razón, que el regalo ofrendado al PRO en la convención de Gualeguaychú para que Macri ganara las elecciones de 2015, todavía no recibió un equitativo pago compensatorio.
El Presidente no es responsable de todo. Pero, si quiso ser presidente, antes debió tener alguna idea fuerza para encarar los problemas. En campaña, Macri expresó el deseo de que los argentinos fueran felices y lo repite cuando circula por barrios y pueblos. La palabra felicidad no es banal. El uso macrista es banal: ¿qué felicidad? ¿qué caminos para alcanzarla?
En plena interpelación parlamentaria, el ministro Caputo tuvo tiempo para mandar un papelito pidiendo consideración por sus hijas, que también tienen derecho a la felicidad. ¿Torpeza, estupidez o cinismo dulcificado con emoticones?
¿Cómo van a ser felices los pobres y los indigentes? Bajaron unos puntos según los datos del Indec que calentaron el corazón del Gobierno. Pero siguen siendo más de 13 millones. Hay muy poco para celebrar cuando dos millones de personas viajan para honrar la Semana Santa, y están mal alimentados millones de chicos, cuyas precarias escuelas no han podido resolver el conflicto entre Estado y sindicalismo. ¿Cómo van a ser felices tres de cada cuatro chicos que viven en condiciones de privación? ¿Cuánto tiempo falta para que este país deje de ser una ofensa a la ética?
Recomiendo un paseo hasta la Usina del Arte, en la Boca. Allí, una instalación de Eduardo Basualdo se llama “La cabeza de Goliat”. Una enorme piedra negra ocupa el espacio del segundo piso, y cuelga, como una amenaza, sobre las cabezas de los visitantes. La ambientación musical de Nicolás Varchausky no busca la espectacularidad. Es un continuo sonoro que envuelve a quienes miran, asombrados, la piedra gigantesca. Esa cabeza de Goliat no es la que definió Martínez Estrada en su libro famoso. Su cerebro es otro: el de una sociedad cuyos integrantes están separados por una fractura que no es política sino social. La Argentina fue un país relativamente integrado. Hoy son dos repúblicas: la de los que viajan y la de los que sufren la pobreza.
Por suerte, se dirá, los que viajan le dan un poco de trabajo a una fracción de los que no viajan. Difícil identificarse con ese ideal de Trivago argento.
Fuente: Perfil