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GENTE

14 de mayo de 2015

El sentimiento no se jubila!

Américo De Turris (94) es el socio más viejo de Boca. Horacio Ferreccio (89) lo es de River desde 1934. Reunidos por Clarín, viven el clásico.

Américo De Turris se despierta cada día a las cinco de la mañana, desayuna, lee el diario y sale a dar una vuelta por el barrio. Se detiene en el café Cambalache, sobre la avenida Patricios, y allí se informa sobre su Boca. Horacio Ferreccio también tiene su rutina diaria, que comprende visitas al banco y la parada obligatoria en el gimnasio, donde luce su gorrito de River. Américo tiene 94 años y es el socio más antiguo de Boca. Horacio tiene 89 (cumplirá 90 este año) y es socio de River desde 1934. Entre los dos, suman kilos de pasión y de fútbol.

“Si hacemos un gol, los podemos complicar”, advierte Horacio, quien muestra orgulloso su carnet riverplatense número 2003786-4. “Ojalá que salga un lindo partido; le tengo confianza a Boca”, replica Américo, quien no se perderá una nueva edición del Superclásico y lo palpitará desde su lugar de siempre, la fila 21, asiento 167 del sector L, de la Bombonera.

Se encuentran en Recoleta, a pocos metros de Plaza Francia. Américo recuerda que la primera vez que fue a una cancha tenía seis años: “Mis hermanos me llevaron a la Bombonera. Era un lindo programa porque mirábamos la Intermedia, la Reserva y la Primera”. Horacio reconoce que su amor por River nació de la mano de su padre José Manuel y de su tío Néstor. “Me acompañaron al viejo estadio de Tagle y Libertador”.

Para Américo, es muy difícil elegir un ídolo de Boca. “Vi una cantidad impresionante de cracks. El primero que me deslumbró fue Ludovico Bidoglio (1923-1931). Un defensor de galera y bastón. No pegaba una patada, un auténtico caballero. Pero cómo olvidar a Tarascone, Varallo, Cherro, Severino Varela. Y más acá en el tiempo a Sarlanga, Grillo, Rojitas, Maradona, Márcico, Riquelme... Es imposible elegir uno. ¿Cómo hago para quedarme con uno solo? Sería injusto”, explica.

Horacio, quien se presentó a la cita con una corbata de River y un pin del equipo de Núñez en su saco, sí tiene un ídolo. “Félix Loustau era un crack. Tenía una gambeta increíble y los defensores no podían pararlo. Fue el mejor de La

Máquina, ese equipo inolvidable de la década del 40. Ese River dominaba, tenía la pelota, pero definía los partidos en el final. Jugaban con los nervios del hincha. Y otro que me volvió loco fue Fillol, el mejor arquero que vi en mi vida”.

A la hora de hablar del rival de toda la vida, Américo reconoce que

La Máquina “era un equipazo”, en tanto que Horacio se acuerda que cada vez que veía al Atómico Boyé se agarraba la cabeza. A la hora de elegir un clásico, Américo no duda y se queda con el de 1962, en el que Roma le atajó un penal a Delem. “La Bombonera fue una fies

ta. Ese partido lo tengo entre los recuerdos más preciados porque nos encaminamos hacia el título”. Para Horacio, el mejor fue el que

se disputó en 1939, en cancha de San Lorenzo. “Se jugó a la mañana y River, que perdía 1-0, lo dio vuelta con goles de Blanco, de tiro libre, y Labruna”.

Mientras Américo confiesa que jamás insultó en una cancha y que no le gusta opinar de las tácticas de los entrenadores, Horacio revela que de vez en cuando le escribe unas cartas a Marcelo Gallardo, se las manda al club y le da consejos. Américo cuenta que tenía una buena relación con Francisco Varallo, con el que se encontraba en el Hipódromo de La Plata. “Eran otros tiempos. Los jugadores de fútbol no eran intocables como los de aho

ra y podías conversar con ellos”, indica. Horacio, entonces, cuenta que un sábado de 1943 volcó con su auto en los bosques de Palermo, que salió ileso del accidente y que uno de los que lo ayudó a salir del coche fue Angel Labruna. “Cuando lo reconocí lo saludé y me dijo que me iba a dedicar un gol”.

Sobran historias y comparten una misma pasión. “La Bombonera es mi segunda casa, y Boca es mi compañero de la vida”, confiesa Américo. “River es todo, mi cable a tierra, el club que aprendí a querer desde chico”, dice Horacio. Se dan la mano, sonríen y se van. A palpitar un clásico más en sus vidas. Y a vivirlo como el primero.

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